David Bowie - Lazarus
Estas
son las palabras que en ese momento no me salían. Tuvo que pasar un
año para poder decir con relativa coherencia lo que entonces no
pude. Llevo un año de incredulidad. Un año desde que se apagó la
luz más brillante de todas.
Recuerdo
que era muy temprano, poco después de las 5 de la mañana. Me enteré
ni bien desperté. Por supuesto, no lo creí. Era una noticia falsa,
una alucinación de mi somnolencia, seguro. Imposible. Pero pasaron
las horas y más y más medios repetían la contundente noticia: nos
dejó David Bowie.
No
me quedó más remedio que asimilar la voz de la mayoría. Repetí
también yo la noticia, como creyéndola, pero sin creerla realmente.
Todavía no la creo. No puede morir alguien sin quien el mundo como
lo conocemos no existiría. ¿Tanta influencia, esfumada para
siempre? No, no, no. Por supuesto que no.
Tanta
influencia, realmente: no hay uno solo de mis artistas favoritos, sea
cual sea el género, que no haya sido inspirado por él, que no le
deba el inmenso respeto que se merece, que no lo idolatre. Todos se
deben a Bowie y yo, debida a ellos, me termino debiendo a él
también, lógicamente.
Me
llegaron a preguntar por esos días cómo es que podía afectarme
tanto la partida de alguien que no era cercano a mí. ¡Sí que se
equivocaron! He sufrido mucho menos por la muerte de personas a las
que conocí en carne y hueso, sin duda, y no me parece algo de lo que
tenga que avergonzarme. En la eterna incomprensión adolescente, en
el solitario hermetismo de la juventud, esos artistas “lejanos a
mí” estuvieron más cerca que mucha gente de mi alrededor y me
hicieron sentir contenida, entendida, menos extraña. Lejanos, nada.
Y
va por ahí tal vez el vacío que me dejó saber que nuestro Bowie,
nuestra mayor imposibilidad, ya no estaría. Entre mis artistas
favoritos, hay muchos otros antes que él, es verdad, pero todos de
una manera u otra lo veneran. Su muerte fue el baldazo de agua fría
que me hizo notar por primera vez en la vida una cuestión que había
venido negando siempre: que, pese a todo, ellos también son humanos
y, como tales, les llegará un día el momento de apagarse.
Pero
Bowie no, él no, de él no me lo creo. Él no es mortal, ni siquiera
es humano. Es un alienígena, una forma de vida distinta. ¿Cuáles
eran las probabilidades de que un humano como él existiera? No las
había. Su presencia en la Tierra fue un misterio inexplicable. Lo
más probable es que haya vuelto a su planeta de origen.
Podría
recordarlo con cualquier álbum de cualquier década de su
discografía, porque todos han sido icónicos. Pero Blackstar,
nada sabíamos nosotros, fue el colchón que él nos estaba
preparando para que no nos fuera tan dura la caída. Descubrimos
después, tarde ya, que esa obra imponente fue hecha con amor, pero
en los dolores de la enfermedad. Con el video de “Lazarus”, nos
avisó tres días antes de irse que, cual Lázaro, reviviría, que
volvería tal vez como la estrella fugaz que fue. Porque me niego a
aceptar que solo mi tristeza sea la que vuelve, intacta. Porque el
fuego de esa estrella negra nos sigue dando calor. Por todo eso, aún
no pienso creer que no está.
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